A veces noto que hay una parte de mí que me reclama, un eco de las elegías navideñas del 2018. Los días son claros y abiertos, y el sueño no se resiste a diluirme. Y al quedarme dormido, comienzo a navegar recuerdos punzantes y no resueltos.
La demencia es la rutina inagotable de repetir las mismas acciones para un mismo estado de cosas y esperar diferentes resultados. Miles de veces cada día formamos espejismos sobre las identidades propia y ajena: capturamos momentos y proyectamos su continuidad a través del tiempo, aguardando toparnos con momentos similares al repetir factores circunstanciales; factores que se consideran fundamentales, pero que ignoran el curso real de los hechos y de las emociones. Una variación de esta patología es encontrada con frecuencia: un reclamo a lo que podría haber sido y no fue.
Tras una reflexión necesaria, simple en la lógica pero dolorosa y evasiva en su propagación a la consciencia, comprendo que es posible dejar ir ese cauce de sufrimiento, tan solo dejando ir esa parte de mí que no quisiera dejar morir.
Pegajosa por naturaleza, se esconde bajo la apariencia de recuerdo, pero se reactiva a través del extraño rito de la reminiscencia, donde la desvestimos, destripamos y retorcemos sin piedad. Todo aquel virus que no sobrevive nuestra acción intrínsecamente creativa está condenado a desaparecer para dejar paso a la nueva y cambiante realidad que se avecina a través de nuestra consciencia.
A medida que las estelas se forman y resecan, igual que los surcos en la piel, su lectura se esclarece para aquel que esté dispuesto a comprenderla. Tarde o temprano, los fantasmas desaparecen y el arcoíris reluce tras la tormenta.
Un primer atisbo presenta entonces la respuesta, tan desgarradora como necesaria: somos ni más ni menos que aquel testigo que atiende expectante a la constante muerte y renacimiento de todas y cada una de las partes del universo.
Es tan solo en aquel momento cuando podemos abrazar enteramente el auténtico color del silencio.
El color del silencio, 2020.