¿Por qué las células muertas se deslizan sobre mi córnea como una sábana de seda oxidada en blanco y negro? El microscopio escupe un picor constante tras las legañas que no desaparece tras enjuagar el sabor amargo del sueño atrasado hasta las mañanas ruidosas de Camden. Los golpes de cambios urbanos se propagan como terremotos magnéticos en cada una de las doce dimensiones de dolor, astronómico, si acaso, mientras que me revuelco sobre mi blanco arrugado y un tanto sudoroso (desde luego no el peor de todas las habitaciones de universitarios que haya visto hasta ahora).
¿Por qué? Me lo pregunto cada mañana. ¿Por qué levantarme? ¿Por qué? ¿Y qué hay del pozo oscuro? ¿Qué será de la onda disipada en la cuerda de cobre? ¿Qué traerán las golondrinas que nos tiente a descansar? ¿Dónde yace la barrera entre calma y tempestad?
El molesto amarillo de las letras de la pantalla me interroga con casi tanto ímpetu como la cáscara de Londres; una mezcla de luz podrida, nubes y smog.
¿Por qué? ¿Es necesario el verso? ¿Es acaso posible? ¿Qué es el verso? Me lo pregunto cada mañana. Me cuestiono cada cubo de consciencia, rebotando entre eras dogmática y escéptica. La claridad del criticismo se resiste a manifestarse por mucho que lo desee. Casi tanto como las formas afiladas si no llevo gafas.
Fugaces como estrellas, 2018.